"La experiencia canadiense"
Sí, seguro que usted también pasó por lo mismo, o por algo parecido.
Llegué dispuesta a hacer cualquier trabajo. No pensé nunca que ese “cualquier trabajo” podía no aparecer nunca. No bastaba con mi disposición, el problema era cómo acceder.
Había cambiado mi Resume varias veces. Si quería trabajar en un restaurante, borraba que tenía un título universitario y añadía que había trabajado en un restaurante en La Habana. Si quería trabajar en una fábrica, tenía listo otro Resume donde mi experiencia de trabajo había sido como empacadora en la fábrica de helados Coppelia en Cuba. Si quería un empleo en una tienda, mi Resume sólo mostraba que yo había terminado el grado 12 y que tenía experiencia como vendedora de una tienda en mi país de origen. ¡Era una locura! Lo mismo si decía la verdad, que si la modificaba. Nada aparecía.
Buscar trabajo es en sí mismo un trabajo. Pero aquí se le vuelve un problema a cualquiera pues es como la vieja historia de quién fue primero: ¿la gallina o el huevo? Me exigían tener la dichosa “experiencia canadiense”. Pero, ¿Cómo iba a tenerla si nadie me empleaba?
Hasta que un día leí en el periódico local sobre un Centro de Empleo para atender a inmigrantes profesionales. Concerté una cita y allá fui dispuesta y feliz. Coincidentemente era el día de mi cumpleaños 38 y pensé que sería un día “fasti”, como decían los romanos. Pero la alegría no me duró mucho.
La trabajadora que me atendió era una hispana muy atenta. Su posición allí era como Consejera de Empleo. Ya pasaba por canadiense de tantos años que llevaba viviendo en Canadá: pelo rubio con iluminaciones y un inglés impecable, además de un aceptable francés. De manera discreta me pidió que en frente de otros empleados sólo le hablara en inglés.
Me dio a llenar varias planillas y me explicó algunas opciones de trabajo que se adecuaban a mi perfil profesional. Además, me dijo cómo debía hacer para lograr que mi diploma universitario me fuera reconocido en Ontario.
Pasaron los días y no me llamaba. Cuatro meses después de aquel encuentro, un hispano que iba conmigo a la escuela de inglés me dijo que la Consejera de Empleo me mandaba saludos. Como a los quinces días me envió un e-mail citándome. En aquel segundo encuentro me llenó la cabeza de ilusiones.
Entendí que mi trabajo tenía que conseguirlo por mis propios esfuerzos. Mientras tanto, seguí yendo a la escuelita de inglés, sabía que mi mejor instrumento para avanzar en mi patria adoptiva era hablar bien el idioma: “o lo dominas bien, o no te insertas”, me repetía a mí misma constantemente.
La Consejera de Empleo me tuvo digamos que “entretenida” por varios meses. Una vez al mes me llamaba, analizaba papeles y más papeles conmigo, sitios web del área y otros del gobierno. Algo me decía en mi interior que aquello era pura pérdida de tiempo.
Comencé a pensar que Canadá era el país de los papeles. Me daban papeles de todo tipo en todos los lugares; mi buzón siempre estaba lleno de anuncios, por la rendija de la puerta del apartamento me ponían papeles del administrador del edificio, de flyers de las tiendas, en fin. İ Cómo se nota que hay árboles para hacer papel aquí!
Una mañana en lugar de ir a la escuela, entré a una agencia empleadora donde me atendieron muy bien. A los dos días me llamaron para que me presentara en una fábrica a trabajar. Ni pregunté en qué consistía el trabajo. Aquel día cargué en mi mochila unas botas de seguridad con punta de acero que me habían exigido usar. Estaba asustada y miraba constantemente por la ventanilla del autobús con miedo a no bajarme en la parada correcta.
Hasta que al fin llegué. Era una edificación enorme de un solo piso. Le di la vuelta dos veces a aquella mole de concreto, pero aunque nadie me crea ¡nunca encontré la puerta de entrada! Aquella edificación color gris tenía varias aberturas donde estaban parqueados algunos de esos gigantescos camiones de carga. Yo no tenía ni un teléfono celular entonces como para llamar a la agencia y preguntar.
Decepcionada, regresé a mi apartamento. En el teléfono tenía un mensaje donde me decía que por haber llegado tarde a mi primer día de trabajo, no me querían como su empleada.
Entonces continué asistiendo a mis clases de inglés. Un día la Consejera de Empleo me dijo que fuera a verla a otro local en el norte de la ciudad donde ella trabajaba por las tardes. Mi cita era en una fría tarde de invierno. Tuve que tomar dos autobuses para llegar hasta allá. Como no conocía la ciudad, caminé en sentido opuesto a donde estaba aquel Centro de Empleo. Cuando me di cuenta, pregunté a la única persona que se cruzó conmigo en la acera y me explicó que debía caminar en sentido contrario y atravesar un cementerio. Le di las gracias y respiré profundamente.
Era febrero, y yo, con tal de hacer algo para que apareciera “mi trabajo”, estaba dispuesta a todo. Y cuando les digo todo, era todo. ¿Porque quién me diría a mí que iba a tener valor para atravesar sola un cementerio? Así mismo: para llegar a aquel centro debía atravesar un cementerio. Y no sé si en todo este país es igual, pero ya había visitado varias ciudades en Ontario donde había cementerios dentro de las ciudades y no en las afueras. Éstos no tenían cercas; uno pasaba por la acera y si estiraba un poco un brazo ¡hasta podía tocar una lápida cualquiera! Los atravesaban calles, y pasar por ellos era tan normal como circular por cualquier calle.
Bajo tremenda nevada pasé por entre las tumbas con mucho respeto y a la vez cierto recelo: como si se trataran de monumentos de recordación a los caídos. Ni un alma viva se cruzó conmigo. Aquí muy poca gente camina, casi todo el mundo anda en su carro, y más en invierno. Pero yo no tenía ni carro ni la menor idea de cuándo podría comprarme uno; así que lo atravesé en compañía de las almas difuntas. No fue tan raro pues de cierta forma yo también me sentía medio difunta. İEra tan extraño andar por esos parajes! A veces me preguntaba: ¿No estaría viviendo ya en otra vida?
Aquella cita fue como las anteriores: un apretón de manos muy afectivo, una gran sonrisa cálida que a veces parecía reconfortarme y darme esperanzas, luego más papeles y más charla. Si no había otro empleado cerca me daba algunos consejos en español. Al terminar de escuchar sus recomendaciones, firmar su libro (para que ella demostrara que yo asistía a sus citas, me imagino ahora), como tantos otros buscadores de empleo. Al final para lograr nada.
Aquel día aproveché y me quedé un rato más en la biblioteca de aquel Centro de Empleo, a consultar en Internet algunos sitios web de empleo local. De todas formas el autobús que debía tomar para regresar no pasaba hasta dentro de una hora y de nada me valía esperar en la parada a unos 22 grados Celsius bajo cero.
Al salir vi que la Consejera se montaba en un precioso auto rojo, se cubría con un largo abrigo de piel parecido a los que yo contemplaba en SEARS, pensando que algún día podría comprármelo. Sí, cuando tuviera empleo me compraría uno con guantes a juego. También me compraría mi primer carro y mi primera casa a crédito, como se hace aquí. Imaginaba cuánto iba a cambiar mi vida cuando lograra un trabajo decoroso.
Luego, en la escuela donde mejoraba mi inglés, supe que varios de mis compañeros hispanos también tenían citas con esa “Consejera” de manera regular. Muchos de ellos, al salir de las clases, trabajaban fregando platos o en compañías de limpieza,”por debajo de la mesa”, como se dice por acá, para no perder su subsidio de desempleo.
La Consejera era hispana como yo, y si creí al principio que por eso iba a ayudarme, estuve equivocada. Mi problema no era el suyo, tampoco los de quienes iban a verla buscando “la lucecita en la salida del túnel”. Ella ya tenía un trabajo bien remunerado y seguramente cobraba sus buenos cheques. Daba lo mismo si quiénes "éramos atendidos” resolvíamos un trabajo o no. En definitiva, ella nos había recibido y aconsejado.
Tiempo después la vi en WALMART empujando un carrito lleno de compras.
Se hizo la que no me vio, y yo hice igual.
Para ese entonces un cubano, amigo de otra amiga, me había dado empleo en su empresa. No era en lo absoluto algo relacionado con mi profesión, pero al menos era una ocupación fija en una tienda de ropa masculina. Cuando me contrató fue claro y me dijo: “Mija, al menos para que cojas la experiencia canadiense”. Sí, - pensé sin decir palabra-, ya sé en qué consiste la “experiencia canadiense”.
No se a cuantas personas más les habrá sucedido lo mismo, pero después de leer este artículo solo me queda pensar que el autor ha estado mirando mi vida por un huequito en estos dos primeros meses que llevo en Canadá.
ResponderEliminarEs increíble la repetición de situaciones y hechos de una manera tan exacta.
Después de dos meses en Canadá parece que dentro de una semana podré trabajar gracias a un cubano que me ha prometido tirarme una mano antes de que el desaliento me haga tirar la toalla.
Un saludo para todos las cubanas y cubanos en este inmenso país.
Gracias por su comentario. Esa historia es real, así me sucedió a mí en London, Ontario, entre los años 2007 y 2008, por eso la hice pública y no me da pena contar los trabajos que pasé. Solo creo en los amigos que de veras ayudan, no creo en agencias empleadoras ni en consejeros de empleo.
ResponderEliminarSaludos,
Taimí
Yo tambien me identifico, aunque mi historia es un poco diferente y quizas no tan dura aun sigo intentando encontrar mi lugar en este pais. Creo estar por el buen camino pero solo el tiempo lo dira.
ResponderEliminarTaimi, por casualidad te encontre en Linkedin y asi encontre tu blog. Espero conectar pronto contigo. Un saludo!
Lo bueno de la vida es que es dinámica, y en este país aunque los inmigrantes sin amigos o familiares pasen un poco de trabajo al principio, con los años "las aguas toman su nivel", y todo el mundo encuentra la forma de trabajar. Mi "experiencia canadiense" también experimentó cambios positivos después de esta historia.Se dice que Canadá nos recibe "con los brazos abiertos", se queda todo como detenido, y luego uno debe encargarse de "que los cierre a tu alrededor".
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